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3/6/10

NEURONAS FRÍAS (I)


A veces, el ejercicio de sentarse delante de un teclado para escribir algo más que una frase breve en nuestro “muro” de Facebook o un mail comercial, supone un auténtico reto.

En ocasiones, tratar de volcar el torbellino de reflexiones transcendentales que tenemos a lo largo de un día, de una hora o, incluso, de un minuto se antoja una tarea imposible. Quizás por la lejanía con la que vemos al resto de la gente en este, paradójicamente, cada vez mejor comunicado planeta.

Hay días en que creatividad se ve reemplazada por praxis y, de igual modo que reemplazamos una magnífica taza de café de aroma envolvente por el aséptico vaso de cartón de una máquina de vending, substituimos nuestra capacidad de plasmar por escrito nuestros pensamientos por la presunta elocuencia de una imagen, un vídeo, una melodía que, "colgada" en un recóndito espacio de la red global, compartimos con un grupo reducido de conocidos y amigos, no siempre esperando complicidad, tan sólo como bálsamo que mitigue el enorme vacío que la acompañada soledad cotidiana conlleva.

Muchas veces he tomado y retomado numerosos artículos de investigación, de crítica o simplemente reflexiones, para abandonarlos al minuto por la desesperanza que me genera el no poseer el suficiente vocabulario, la imprescindible disciplina, el necesario estilo para poder trasmitir lo que, siempre desde mi más que subjetiva perspectiva, me parecen brillantes pensamientos.

He dedicado horas y esfuerzo a mejorar mi dominio en aquellos idiomas en los que me expreso, o intento expresarme, mediante lecturas de todo tipo, ejercicios de toda clase, estudios de toda condición. El resultado sigue siendo desolador.

No hace mucho he conseguido llegar a uno de los “quids” de este aparente estancamiento intelectual: la vergüenza.

Que me aterroriza el ridículo no es nada ajeno a aquel que me conozca, pero tal vez si lo sea más el pavor que siento hacia la crítica razonada y razonable. Siempre he sido un investigador temeroso de ser rebatido con argumentos válidos, lo que supone un duro golpe a mi férrea convicción de, si bien no ser un científico, si emplear su metodología con el mayor de los rigores.
De este modo -con este lastre- toda mi producción científica, intelectual, filosófica y artística se ve reducida a una amalgama informe de bocetos que raras veces se materializa en un texto coherente, en un diseño factible, en una aplicación que de sentido a todo el proceso de indagación y reflexión previo.

Decía uno de esos profesores que tuve en la universidad –de los pocos que portan este título con todas las de la ley- que eran escasos los investigadores que, conocedores de sus limitaciones, se atrevían a exponerlas públicamente, pues delataban de ese modo su particular vulnerabilitate, que hacía si cabe, más vehemente la crítica a recibir. No obstante, argumentaba esta misma persona que, precisamente el reconocimiento público de las propias carencias ponía de manifiesto la consciencia que de ellas se poseía y, por lo tanto, permitía advertir a aquellos que pretendiesen aprovecharlas de la fortaleza en nuestras convicciones, lo que nos llevaría, aún sabedores de poder ser rebatidos, a perseverar en su defensa.